Constantino el Grande, nacido alrededor del año 272 en Naissus (actual Serbia), emergió en una época en la que el Imperio Romano estaba desgarrado por guerras civiles, tensiones religiosas y una estructura política que se desmoronaba lentamente. Hijo del general Constancio Cloro y de la influyente Elena —más tarde venerada como santa—, Constantino creció entre cuarteles, campañas militares y maniobras de poder. Desde joven demostró una habilidad excepcional para la guerra, la diplomacia y, sobre todo, para comprender la compleja psicología del imperio que aspiraba a gobernar.
Su ascenso al poder fue un camino marcado por conspiraciones y batallas. El momento decisivo llegó en el año 312, frente a los muros de Roma, cuando se enfrentó a Majencio en la célebre batalla del Puente Milvio. Según la tradición, la noche anterior tuvo una visión: una cruz luminosa en el cielo y las palabras “Con este signo vencerás”. Inspirado o no por lo divino, Constantino ordenó marcar los escudos de su ejército con el símbolo cristiano y obtuvo una victoria que transformaría no solo su vida, sino también el rumbo espiritual del mundo occidental.
Ya como emperador, Constantino impulsó reformas profundas. Reorganizó el ejército, estabilizó la moneda y fortaleció la administración, pero su influencia más duradera fue religiosa: en el año 313 promulgó el Edicto de Milán, que garantizaba la libertad de culto y ponía fin a siglos de persecuciones contra los cristianos. Este gesto abrió la puerta para que el cristianismo dejara de ser una secta perseguida y comenzara su camino hacia convertirse en la religión dominante del imperio.
En 330 fundó Constantinopla, la “Nueva Roma”, construida sobre Bizancio, que más tarde se convertiría en el corazón del Imperio Bizantino durante más de mil años. Su política interior combinó pragmatismo con ambición: supo mantener su autoridad mediante alianzas, propaganda y una imagen cuidadosamente moldeada como emperador elegido por la divinidad.
Constantino murió en 337, bautizado en sus últimos días, cerrando así un círculo simbólico entre su poder terrenal y la fe que había protegido. Con él terminó una era y comenzó otra, marcada por la unión entre el trono y la cruz, entre el poder imperial y el cristianismo. Su legado perdura en la religión, en la historia de Europa y en la propia idea del imperio.
Óleo sobre lienzo perteneciente a la serie La historia de Constantino, encargada por Luis XIII de Francia para ser convertida en tapices.
En la composición, Rubens representa el momento milagroso de la conversión de Constantino el Grande: en el cielo aparece de forma sobrenatural el crismón (☧) rodeado de una intensa luz divina, mientras el emperador y su séquito alzan la mirada con asombro y reverencia. La escena captura el instante decisivo que, según la tradición, llevó a Constantino a abrazar el cristianismo tras la visión recibida antes de la batalla del Puente Milvio (312 d.C.).
Esta obra forma parte del célebre ciclo de doce pinturas que Rubens realizó entre 1622 y 1625 para los tapices que decorarían el Palacio Real de París, considerados una de las cumbres del barroco flamenco y de la propaganda francesa.