El 14 de mayo de 1610, París quedó conmocionada por el asesinato del rey Enrique IV de Francia, conocido como el Buen Rey Henri. El autor fue François Ravaillac, un fanático religioso que, consumido por su obsesión, logró atravesar la seguridad real y apuñalar al monarca dentro de su carruaje.
En minutos, Enrique IV murió, dejando al país en estado de shock. Sin embargo, el verdadero horror apenas comenzaba: el castigo ejemplar contra su asesino.
El asesinato del “Buen Rey Henri”
Enrique IV era considerado el arquitecto de la paz tras las guerras de religión que habían desgarrado Francia. Su muerte no solo truncó un reinado de reconciliación, sino que desató la furia de una monarquía decidida a vengarse.
La venganza de la corona: tortura y desmembramiento
Capturado de inmediato, Ravaillac fue condenado a un castigo diseñado para infundir terror:
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Arrastrado por París, humillado públicamente.
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Torturado en la rueda, donde le rompieron los huesos uno a uno.
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Finalmente, el 27 de mayo de 1610, ejecutado en la Plaza de Grève ante miles de espectadores, donde sus extremidades fueron atadas a caballos que lo desmembraron vivo.
La ejecución no solo buscaba matarlo, sino deshumanizarlo: su cuerpo destrozado quedó como advertencia brutal contra cualquier futuro atentado contra la corona.
El mensaje de hierro y sangre
La muerte de Ravaillac fue un espectáculo de poder absoluto. La monarquía dejó un mensaje grabado en sangre: el trono no perdonaba, y la traición se pagaba con sufrimiento atroz.
El asesinato de Enrique IV y la ejecución de su regicida siguen siendo uno de los episodios más oscuros de la historia francesa, un recordatorio de cómo el poder utilizaba la violencia pública para reforzar su autoridad.
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