Federico I Barbarroja (1122-1190) fue más que un emperador medieval: cruzado, guerrero y mito, se convirtió en símbolo del Sacro Imperio Romano Germánico y en una de las figuras más recordadas del siglo XII. Su barba roja se transformó en emblema de un poder que buscaba restaurar la grandeza de Roma bajo un nuevo estandarte germánico.
Entre el trono y el altar
En una Europa dividida entre el poder del Papa y el del Emperador, Barbarroja soñó con unirlo todo:
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El Sacro Imperio Romano Germánico.
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Las ciudades del norte de Italia, rebeldes y prósperas.
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La idea de una cristiandad unificada bajo su liderazgo.
No fue un emperador de despacho: lideró campañas en Italia, arrasó fortalezas y desafió al papado, buscando imponer su autoridad y renovar la gloria imperial.
La Tercera Cruzada y una muerte inesperada
En 1189, Barbarroja emprendió la Tercera Cruzada junto a Ricardo Corazón de León y Felipe II de Francia. Pero nunca llegó a Tierra Santa: en 1190 murió ahogado al intentar cruzar un río en Asia Menor, cargado con su armadura.
Su final abrupto alimentó la leyenda. Para algunos, cayó víctima de su orgullo; para otros, fue un accidente que humanizó a un coloso.
El mito del rey durmiente
La muerte no apagó su figura. Según la leyenda alemana, Federico Barbarroja no murió, sino que duerme en una cueva del monte Kyffhäuser. Su barba habría crecido tanto que rodea la mesa de piedra donde descansa.
El mito dice que despertará cuando Alemania lo necesite de nuevo. Así, el emperador se convirtió en símbolo eterno de unidad y esperanza, uniendo historia y mito en una sola corona inmortal.
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