Isabel I de Castilla, conocida como Isabel la Católica, nació en 1451 y creció en una Castilla marcada por la inestabilidad, las luchas nobles y la fragilidad del poder real. Pero desde muy joven mostró un temple excepcional. Su inteligencia, disciplina y profunda convicción religiosa moldearon a una mujer destinada a cambiar la historia. Contra todo pronóstico, Isabel no solo alcanzó el trono, sino que lo elevó a una grandeza que Europa no había visto en siglos.
Cuando Isabel asumió el poder, Castilla estaba debilitada por décadas de disputas internas. La nobleza había ganado demasiado control, la justicia estaba corrompida y el prestigio de la corona se desvanecía. Ella, con voluntad inquebrantable, reorganizó la administración, fortaleció la Hacienda, recuperó la autoridad regia y devolvió estabilidad al reino. Su capacidad estratégica y su carácter firme hicieron que, en pocos años, Castilla se transformara en el centro político más fuerte de la península.
Su matrimonio con Fernando de Aragón en 1469 fue una obra maestra diplomática. Aquella unión no solo combinó dos grandes coronas, sino que creó una estructura sólida que daría origen a la futura España moderna. Juntos gobernaron con un equilibrio pocas veces visto, complementándose y tomando decisiones que marcarían la historia universal.
En 1492, Isabel alcanzó uno de sus mayores logros: la conquista de Granada, que puso fin a casi ocho siglos de presencia musulmana en la península ibérica. Ese mismo año emitió uno de los decretos más significativos de su reinado: el Edicto de Granada, también conocido como Edicto de Expulsión de los Judíos. A través de él, la reina —guiada por su profunda fe y por la idea de unidad religiosa— ordenó que todos los judíos no conversos abandonaran Castilla y Aragón en un plazo de meses.
El edicto fue una medida histórica de enorme impacto, una decisión que reflejaba la visión teocrática y unificadora de la época. Aunque desde la mirada contemporánea resulta duro y polémico, dentro del contexto del siglo XV fue interpretado como un paso hacia la cohesión espiritual del reino y el fortalecimiento del proyecto monárquico que Isabel y Fernando construían. Su reinado estuvo profundamente marcado por el objetivo de consolidar una identidad religiosa común, en la que no veía espacio para comunidades que, según los parámetros de entonces, podían desafiar esa unidad.
Ese mismo año, Isabel realizó su apuesta más audaz: apoyar a Cristóbal Colón, un navegante rechazado por otras coronas europeas. Su visión y determinación permitieron el descubrimiento de América, un acontecimiento que cambió para siempre la historia mundial. Ningún otro monarca europeo del momento tuvo la audacia de financiar una empresa tan arriesgada y revolucionaria.
Isabel también impulsó la cultura, protegió la educación, fortaleció el papel de la Corona y consolidó una administración moderna. Fue una reina capaz de equilibrar austeridad personal con magnificencia política, firmeza con diplomacia, fe con visión de Estado.
Cuando murió en 1504, dejó un legado inmenso: una Castilla fuerte, una España unida, un imperio en ciernes y un modelo de monarquía que serviría de referencia durante siglos. Su figura sigue brillando por su capacidad política, su visión estratégica y su papel decisivo en la construcción del mundo moderno.
La rendición de Granada, por Francisco Pradilla (1882). Palacio del Senado, Madrid.
